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Martes, 25 de febrero de 2020

Hace poco escribí una nota sobre Dolor y Gloria. La película, dije, era un regreso a lo mejor de Almodóvar, que llevaba tiempo confundiendo el cine con la decoración de interiores. Alababa los méritos de Dolor y Gloria, que no son pocos. Pero. Leyendo esta excelente crítica de Helena Espada que añado debajo, he comprendido que pasé por alto algo crucial, la trivialización de la drogadicción en la que incurre Almodóvar. Esa trivialización es, posiblemente, una de las causas de que España esté entre los países con mayores índices de consumo de drogas del mundo. En el cine español (algo que siempre me ha desconcertado), ser drogadicto es una gracia, ¡mola!, como se dice aquí, y la película de Almodóvar refrenda esa aberración con los logros estéticos de su película.

Y ahora que lo pienso, que una enorme cantidad de españoles sean drogadictos tal vez tenga que ver con que tantos españoles voten al PSOE a Podemos y a pequeños partidos-basura de la periferia podemita, es decir que voten de manera suicida.


Más dolor que gloria

La primera vez que vi Dolor y gloria me dejé seducir. Lo reconozco. Hoy la he vuelto a ver porque después de destripar a Amenábar me apetecía escribir algo más tibio y amable. Con toda mi buena intención, lo juro. Y entonces, una vez superada la hipnosis del primer visionado, he detectado alguna trampa, algún desliz, que han relegado a la película de la categoría casi divina donde la tenía colocada. Cosas que pasan.

Mis problemas son dos. Empezaré con el que no admite objeción, el fallo mecánico. Una avería en los engranajes de la película que sin duda no ha pasado inadvertida para un cineasta de la talla de Almodóvar y cuya única explicación es la desidia o una confianza ciega en la ingenuidad del espectador. Esto es el uso descarado del deus ex machina para precipitar la narración hacia los dos momentos de clímax emocional, el reencuentro con Federico, su amor de juventud y la recuperación del retrato pintado por Eduardo, el artista-albañil.

Ambas reconciliaciones con el pasado del protagonista son claves para comprender el happy ending de la obra: La superación de la crisis creativa, la vuelta al ruedo de Salvador/Pedro. Y ambos se dan mediante casualidades del todo inverosímiles, que no puedo describir por falta de espacio, pero que resultan evidentes cuando uno se recobra del embeleso formal y de toda la poesía – tan lúcida y magnética – que empapa la película. A pesar de todo, debo reconocer que la primera vez que vi Dolor y gloria pasé por alto esta astucia – o falta de astucia, según quiera verse – y por tanto, es improbable que el espectadorcito de a pie la tenga en cuenta o se sienta incomodado por tal menosprecio. Porque, sí, utilizar la casualidad en vez de la causalidad para resolver un guión es sin duda menospreciar al público.

Mi otro gran problema con la última película del genio español es el tratamiento naive, superficial y prácticamente insultante de las drogas y la adicción. En la historia de Almodóvar no hay víctimas, nadie sale siquiera mal parado de sus jugueteos con la heroína. ¿Cómo es posible? Estamos hablando de una de las drogas más adictivas y letales, una droga que dejó miles muertos en España en tan solo un par de décadas. Los peligrosos ochenta sembraron las estadísticas de muertes juveniles directamente relacionadas con la adicción al caballo: Cada año morían 300 personas por sobredosis y la incidencia del VIH en inyectores alcanzó la cota desmesurada de 15.000 (número de inyecciones) en 1985. Esto es algo que no debería olvidarse jamás, primero, por respeto, segundo, por precaución. Cuando tenía dieciséis años vi en más de una ocasión a gente esnifando heroína delante mío. Naturalmente, me ofrecieron. Afortunadamente, dije que no. Está claro que yo no me movía por los ambientes más adecuados, pero aún así, nadie puede discutirme que la facilidad que tienen los adolescentes de ayer y de hoy para acceder a las sustancias es un asunto cuanto menos, preocupante. Aunque no para Pedrito, que retrata la adicción de un modo romántico y trivial. En Dolor y gloria, los personajes entran y salen de la heroína con total facilidad. Incluso en un momento, Alberto, el amigo yonki de Salvador dice que «estoy reduciendo la dosis» y ante la incredulidad del protagonista, responde «¿cómo crees que he aguantado vivo hasta hoy, eh?». El propio Salvador Mallo, alter ego del director, acaba enganchado, consumiendo «un día sí y al otro no», pero lo deja como quien deja una moda. Tira la papelina por el váter y sanseacabó. Tendrá que perdonarme el lector el tono edificante, pero este asunto me toca en las entrañas y la banalización del mismo que se permite Almodóvar me parece infame.

Estos defectos, especialmente el segundo, extienden una larga sombra sobre una película que está, sin duda, bien rodada y bien interpretada, pero que carece de brillo, de magia, de personalidad. En cambio, sí que está repleta de metalenguaje, de referencias al propio autor y de una pedantería tal que solo resultaría aceptable si se tratase de una obra maestra. Y no es el caso. Como dice una amiga mía – sentencia que en su momento le discutí, aunque la veo cada vez más acertada -, Dolor y gloria es “Almodóvar practicándose una felación ante el espejo”.

HELENA ESPADA

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