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Jueves, 4 de abril de 2024

Durante el viaje a París, eché mucho de menos a mi perrito negro. Y. Contemplando el Sena, río de cerezas que nos legara el poeta Hinostroza, recordé una vieja emanación en la que ponía en su lugar a los perros y de paso a los seres humanos, naturalmente.

Pocas personas me han hecho más feliz que mis perros. Creo sinceramente que mis conversaciones con mis perros (o con mi amado gato amarillo, que ya caza en las oscuras praderas, y al que recuerdo todos los días con gran tristeza) tienen un mayor rango intelectual y hasta espiritual, sea eso lo que sea, que las que tengo con seres humanos. Todo lo humano es en el fondo farsa, fingimiento, cobardía y falsedad. Nada de lo que dice un ser humano es esencialmente cierto. Por el contrario, todo en mis perros es verdad. No es culpa de los humanos, aclaro. Estamos incapacitados para vivir sin fingir y sin mentir, para vivir con la verdad. La actuación es nuestro campo de operaciones vital. No hay forma de tener una relación real y verdadera con un ser humano. Nunca se sabe con un ser humano. Pero siempre se sabe con los perros.

Por otro lado, ningún perro será nunca un Castro, un Hitler, un Stalin, un Pablo de Tarso o un Mahoma. Por sólo mencionar grandes asesinos ideológicos o religiosos. Cuando amigos o conocidos (de izquierda o derecha: ambas destacadas categorías de la imbecilidad humana) despotrican contra los perros los compadezco porque sé que son gente solitaria, temerosa de una relación real, verdadera, honesta, que sólo se puede tener con un perro.

La mayor aspiración de la sabiduría humana, el logro superior del pensamiento filosófico de la especie, aconseja vivir el momento, ya que la vida carece de sentido y sólo hay presente. Meta espiritual e intelectual humana alcanzada por muy pocos, si alguno. Meta que es el estado natural de un perro. Que sólo, sabiamente, vive el presente. Y luego nos llamamos a nosotros mismos especie superior.

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© Juan Abreu, 2006-2019