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Este fragmento de las memorias de Terenci Moix que me envía Ernesto Hernández Bustos. Pasen y vean al gran Néstor Almendros y al canallita revolucionario de salón Jaime Gil de Biedma. La gauche divine era un asco, como bien dice un buen amigo.

“Habría mocitos de buen ver y mariquitas feúchas, de esas que, a falta de oportunidades de cama, tenían la virtud de alegrar la noche a los demás a base de imitaciones desmadradas. Esto divertía mucho a Néstor y también a Jaime Gil de Biedma, que se encontraba en la fiesta con unos amigos. Casualmente, Néstor tenía algunas cartas de presentación para Jaime, que gozaba de gran influencia en el círculo del editor Carlos Barral, círculo que entonces representaba la culminación de las tendencias progresistas, no sólo en el terreno de las publicaciones sino también en el de la actuación pública. Alguno de sus autores había viajado a Cuba, y la política del clan Barral era claramente procastrista. Seguramente la compartía Jaime una vez salía de fiestas como aquélla. El caso es que su actitud hacia Néstor no fue en absoluto cordial. Por tres veces aludió a lo reaccionario de abandonar Cuba cuando la Revolución necesitaba de los esfuerzos de todos, y por tres veces intentó defenderse Néstor contándole los castigos que le habían impuesto por manifestar opiniones disidentes. Mientras, las mariquitas feúchas ya habían ofrecido alguno de sus números habituales —preferentemente, imitar a Sara Montiel— y se anunciaba el plato fuerte de la noche, que era la actuación estelar de los dos neozelandeses. Ya he contado que se habían puesto el nombre de guerra de las Dolly Sisters, y esto siempre obliga. Como mínimo, a bailar entre plumas y marabúes. No era este vestuario lo que aquella noche interesaba más a Gil de Biedma. Por el contrario, miraba fijamente a Néstor, con una mezcla de curiosidad y sarcasmo que hacía temer alguna salida desafortunada. Por alguna razón que no recuerdo conocía a don Herminio Almendros y a su esposa, de manera que se interesó por ellos y hasta preguntó cuándo llegarían a Barcelona. —Es que ellos no quieren irse —explicó Néstor—. Ten en cuenta su pasado. Ellos creen que lo ocurrido en Cuba equivale a la revolución que intentaron hacer en España. En cuanto a mi hermana, María Rosa, tiene un enchufe demasiado bueno para dejarlo. Gracias a su influencia no me estoy pudriendo en un campo de regeneración, pero ha sido a cambio de pagar un precio muy alto. Ella y yo no nos hablamos.

Esta situación con la hermana enemiga fue una de las obsesiones de Néstor durante tres décadas; pero aquella noche era otro dato decisivo para despertar la animadversión de Jaime. Todo lo cual no fue óbice para que las Dolly Sisters hiciesen una fastuosa irrupción exhibiendo marabúes rojos sobre sus cuerpos completamente desnudos. Cuerpos que, dicho sea de paso, recordaban a una gamba y un langostino. Haciendo caso omiso de lo que en otro momento le habría divertido hasta el delirio, Néstor prosiguió con sus ataques contra Castro, llegando incluso al terreno personal. Le llamó la Fidelona, con todas las consecuencias. Las Dolly Sisters iniciaban el famoso cantable de South Pacific, «No puedo quitarme a este hombre de la cabeza». Jaime acababa de recoger el desafío de Néstor, arrojándole una acusación fatal: ¡gusano! Néstor le contestó que se remitía a la experiencia directa, la única realmente válida. Y tras acusar a Jaime de revolucionario de salón, añadió que era más cómodo vivir en una sociedad capitalista, gozando de todas sus ventajas, que sufrir diariamente un drama que va ahogando progresivamente, como una mordaza de la conciencia. Comprendí que Néstor se estaba deslizando por un terreno inseguro, porque cada uno de sus ataques contra el régimen cubano provocaba en Jaime una reacción de desprecio que fue degenerando hacia la máxima tensión. Después de algún insulto, preguntó a Néstor cómo podía hablar de dictadura a gente que, como nosotros, estaba viviendo bajo el fascismo. A no ser que Néstor fuese uno de ellos. A lo que él contestó con las palabras que en adelante le servirían de escudo en discusiones como aquélla:

—No soy de derechas. Huir de la isla no me convierte en un fascista. Nunca he caído en esta trampa. Atacar el comunismo no me arrastrará a defender el fascismo. La dictadura dominante en España no me inducirá a aprobar la falta de libertad en Cuba. Las pobres mariquitas que nos rodeaban se quedaron mudas y hasta intimidadas cuando Néstor las señaló, gritando. —Coge a todas estas locas y llévatelas a Cuba. ¿Crees que te dejarán montar una bacanal como ésta? Al primer plumazo os meten a todos en un campo de regeneración. —Esto es lo que diría cualquier burgués indocumentado —contestó Jaime, también a gritos—. En lo que a mí se refiere, nunca pensé que el hijo de una familia que se ha caracterizado por su lucha en favor de la libertad acabaría convertido en un fascista.

Las palabras que siguieron fueron de extrema dureza: nunca volví a ver a Jaime tan exaltado. Muchos años después, cuando Ana María le refirió mis recuerdos de aquella escena, él dijo no acordarse de nada. Es posible que hubiese bebido demasiado, o simplemente que no le diese la menor importancia. Pero al recordársela yo en su jardín del Ampurdán, me contaba que siempre se arrepintió de su reacción. No fue éste el caso de Néstor. Acaso porque era el mismo trato que recibió de cuantos intelectuales izquierdistas intentó frecuentar en Barcelona. No se ha contado suficientemente que, si Néstor no se quedó entonces, fue debido al desprecio de la progresía local. No digo que no fuese lógico: en aquella época todos nos sentíamos capitanes. Pero también es curioso destacar que algunos se han vuelto, con el tiempo, anticomunistas furibundos. Román Gubern, en su libro de memorias Viaje de ida, refiere una anécdota que yo desconocía: «… su nombre se barajó para fotografiar Cabezas cortadas. Pero el cónsul de Cuba en Barcelona, Estévez, que había sido antes actor de teatro, me llamó para hacerme saber con energía que consideraba impropio que un cineasta progresista del Tercer Mundo, como Glauber Rocha, utilizase los servicios de un gusano como Néstor. Finalmente, por problemas sindicales, Néstor no fue elegido. Cuando se lo conté años más tarde, Néstor no se sorprendió».

Néstor Almendros lloró mucho durante varios días. Después del encuentro con Jaime ya nada volvía a ser igual. Al dolor de dos exilios, al llanto por un pasado imposible de recobrar, se añadía el descubrimiento de la crueldad de Barcelona, convertida en la ciudad del rechazo. La búsqueda de las propias raíces le impulsó a buscar las de su padre en un pueblo de la provincia de Albacete llamado Almansa. Le animé aventurando que el lugar seguiría como en la juventud de don Herminio, porque si algo no podía haber cambiado, si algo conservaba un poco de autenticidad, tenía que ser la España rural. Pero el día primero de octubre recibí una modesta postal en blanco y negro que decía: «Para que sigas pensando que La Mancha es como tú piensas, he encontrado esta postal tan rústica. Detrás del castillo está la verdad: un torbellino de pantalones tejanos, snacks bar y casas del más puro estilo jewishamerican renaissance.» Después de esta comprobación, Néstor partió para París, dispuesto a abrirse camino. Sin proponérselo, estaba abriendo también el mío.”

(De Extraño en el paraíso (Memorias. El peso de la paja).

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