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Jueves, 26 de mayo de 2022

No sé si les conté que, hará un par de años, en Málaga, se me torció el pito. Quiero decir que de pronto, tumbado en la cama del hotel y desnudo y las piernas bien abiertas y el airecillo acondicionado, y recién corrido, me miro el pito lleno de orgullo como suelo mirarlo, y lo veo torcido. Una ola de terror, como dicen los literatos, me invadió. Mi maravilloso, mi perfecto pito, ¡torcido! En cuanto regresé de Málaga, fui a un especialista en pitos y me dijo que era algo común. Que hay muchos hombres que nacen con el pito torcido. Pero que mi caso era otra cosa, también común, un tejido que se calcifica y causa ese torcerse del pito. El doctor me masajeó un poco el pito, más de lo que pareció necesario, y me dijo que podía empeorar y requerir incluso una intervención quirúrgica, o podía ir remitiendo. Que si me molestaba o impedía follar. Preguntó. Nada de eso, respondí, pero mentalmente estoy devastado, usted comprenderá. Él asintió, cariacontecido.

A partir de ese momento me pasé una larga temporada mirándome el pito, vigilándolo de cerca. ¿Y si se torcía más? Pero. Ya lo dijo el viejo Esquilo (cito de memoria): “No hay mal, por terrible de decir que sea, que no pueda soportar la naturaleza del hombre”. Pasó el tiempo y aprendí a vivir con el pito torcido. Hasta que hace unos días, me hallaba toqueteando el pito por debajo del pijama mientras miraba a Bosch, cuando me di cuenta de que estaba otra vez perfectamente recto. ¿Desde cuándo? No lo sé. Pero puedo anunciar aquí que mi glorioso pito ha recuperado no sólo toda su belleza estética, también su contundencia rectilínea.

Pensé que les gustaría saberlo.

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© Juan Abreu, 2006-2019