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Miércoles, 17 de febrero de 2021

Mis hermanos y yo fuimos durante un tiempo ladrones. Robábamos coches. Íbamos hasta la esquina de Cuarta y D, por donde pasaba el tráfico del barrio y nos sentábamos en el muro de la escuela a esperar. El juego consistía en adivinar la marca y el año de los coches que se acercaban (en esa época aún la gran Revolución no nos había liberado de los coches). El primero que acertara la marca y el año del coche que se aproximaba, se lo quedaba. En esos años los coches, máquinas les decíamos, eran hermosísimos artefactos imponentes de personalidad y presencia en verdad obras de arte. Jugábamos generalmente durante el crepúsculo (describo nuestro juego y la tenebrosa hora en uno de mis libros) y las luces de los autos impedían ver con claridad hacían más difícil el juego de adivinar y saltábamos en la acera y gritábamos y era la alegría cuando alguno ganaba un coche y se lo quedaba. El juego duraba hasta que aparecía mi madre y desde cierta distancia nos daba voces ¡niños a comer a comer! y nos íbamos a casa a comer en la jerga de la isla no hay cena (aún la Gran Revolución no nos había liberado de la comida, aquí cena) con los rostros enrojecidos y cada cual con sus coches robados, y qué sosiego daba marchar tras mi madre en la noche susurrada y en la tarde que moría.

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© Juan Abreu, 2006-2019