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Jueves, 3 de diciembre de 2020

“En esta nueva configuración del territorio del espíritu, los húsares negros de la República ya no son ejemplos sino contramodelos (…) La trasmisión de la cultura se retraduce como imposición de un arbitrario cultural por un poder arbitrario. Aquellos que se asignaban la misión de ofrecer al mayor número posible la herencia de la nobleza del mundo son acusados de haber contribuido a la reproducción del orden social. La nobleza, para los nuevos defensores del pueblo, es, en todos los casos concretos, el Antiguo Régimen. La cultura humanista no escapa a la regla y pierde el aura con que la rodeaba la tradición. Su eminencia aparece como arrogancia, su irradiación como un subterfugio de los dominantes, su universalismo declarado como un particularismo que se ignora. Ahora debe hacerse pequeña del todo y, para sobrevivir, aceptar ser introducida en la categoría de los gustos y de los colores. ¡Al paredón los aristócratas! Dado que la sociología crítica ha reducido la elección de las obras exigentes y de los placeres difíciles a la distinción, es decir, a la voluntad obsesiva y ostentadora de desmarcarse de lo vulgar, se ha vuelto indecoroso llevar a cabo la menor clasificación: a cada uno le gusta lo que le gusta, cada uno se divierte como quiere; todavía se emiten juicios, pero se vela, en aplicación de la divisa republicana, para que deje de haber criterios. En la charca donde todo el mundo chapotea nada es superior a nada. No hay jerarquía que se mantenga en pie, no se admite ninguna trascendencia, la equivalencia generalizada lava la afrenta de la grandeza. Venganza queremos ejercer, y burla de todos los que no son iguales a nosotros. Este deseo atribuido por Nietzsche a las tarántulas, ha acabado por ser escuchado. El resentimiento ha prevalecido sobre las otras pasiones democráticas arropándose en el manto de la virtud, es decir, de la lucha contra las discriminaciones y los privilegios”.

Sigo con Finkielkraut.

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© Juan Abreu, 2006-2019