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Sábado, 2 de mayo de 2020

Leo Churchill de Andrew Roberts, un prodigio de información y amenidad. Churchill es un hombre fabuloso. Ya no nace gente así. No menos fascinante, su madre Jennie Jerome una beldad que apenas se ocupa de su hijo y lo ve raramente y se dedica a coleccionar amantes apuestos y aristócratas y ricos y hasta un futuro Rey. Qué mujer. A su marido, político autodestructivo y padre severo de Churchill, no parece importarle demasiado la liberalidad erótica de su mujer y se dedica por su parte a coleccionar, aunque con menos entusiasmo, cocineras, asistentes y criadas. A pesar de la época, hasta donde consigo vislumbrar, el de los padres de Churchill fue un matrimonio ajeno a las taras de la posesión sexual, que se respetó y amó, creo. Jennie estuvo junto a su esposo cuando enfermó y lo acompañó hasta la muerte con dedicación y entereza. Churchill admiraba ciegamente a su padre y dedicó toda su vida, o gran parte de ella, a demostrar su valía, a justificar sus errores, y a combatir a sus enemigos políticos.

Churchill es un estudiante brillante pero indisciplinado. Y, lo verdaderamente singular, hace gala de una presciencia asombrosa. A los dieciséis años dice a su amigo Murland Evans: “Veo que se avecinan grandes cambios en este mundo que ahora vive en paz y en el que no obstante habrá grandes levantamientos y terribles luchas; guerras que hoy no alcanzamos a imaginar siquiera; y te aseguro además que Londres correrá grave peligro -la capital será atacada, y yo me significaré muy notablemente en su defensa -. Veo a mayor distancia que tú. Veo el futuro. Ocurrirán cosas que expondrán a este país a una tremenda invasión, no sé por qué medios, pero te aseguro que yo estaré al mando de las defensas de Londres y que salvaré a la ciudad y a Inglaterra del desastre”.

Dieciséis años.

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