4207

Sábado, 8 de febrero de 2020

A veces el perro dormido gime. Se le agitan los párpados y el pelo del lomo le ondula como si por debajo le pasara una serpiente y su respiración se hace entornada. Los gemidos que emite tienen un poco de paraje artero y otro poco de fetal indefensión. Yo aparto los ojos del libro y lo miro y veo al perro, que es mi perro negro el más musculoso esbelto y veloz el más animal de presa de la reminiscencia de ser un animal de presa quiero decir, atravesando unos prados llenos de una niebla de cristal yo antes podía entrar a esa niebla de cristal pero algo me ha pasado y ya no puedo. Esa niebla es a veces blonda e infantil en los gemidos del perro y a veces la niebla misma es el perro, pero, cuando eso sucede sé que la niebla intenta engañarme. Entonces me quedo quieto escuchando sólo los gemidos del perro porque temo que si la niebla sabe que la veo, que sé que está ahí, se tragará a mi perro y quedará atrapado para siempre en esos prados colmados de niebla que me están vedados. Así que permanezco inmóvil hasta que su respiración se sosiega y sé que ha regresado y sólo entonces me atrevo a mirarlo otra vez y regreso a la lectura.

Comentarios

© Juan Abreu, 2006-2019