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Domingo, 12 de enero de 2020

“Con la política del reconocimiento, lo que puebla el espacio público no son ya las convicciones, sino las identidades. Ahora bien, mientras que las convicciones se argumentan las identidades se afirman y son irrefutables. Hay, sí, razonamientos mejores que otros, opiniones más justas o más convincentes, pero no hay, en cambio, mejor identidad. Impugnar la validez de una reivindicación identitaria es poner en tela del juicio el ser mismo de quien la expresa, atentar, por tanto, a su humanidad. O matrimonio u homofobia, o reconocimiento o delito: implacable alternativa que aleja del debate cualquier otra disposición de ánimo que no sea la del odio. (…) Con el enemigo del progreso no se delibera: se le insulta o se le procesa”.

“Dicho en otras palabras, los apóstoles contemporáneos de la diversidad sirven celosamente al ideal de la homogeneidad. Al invocar el derecho a la diferencia sólo para abatir las disimetrías, se convierten en los militantes obstinados de la indiferenciación. (…) No iluminan, sino aplanan. Lejos de introducir una nueva estética, sermonean a la belleza y ese sermón les sirve de coartada. En efecto, su escrupulosa hospitalidad camufla venenosas intenciones. La política del reconocimiento les permite recortar todo lo que sobresale. Su resentimiento prospera a la sombra del Otro y del homenaje que, día tras día, se le rinde”.

Esto de Alain Finkielkraut es de lo mejor que he leído sobre el totalitarismo multicultural e identitario que pugna por controlar nuestra sociedad. Son los mismos totalitarios de antes solo que para sojuzgarnos ya no necesitan comisarios políticos ni campos de reeducación. Les basta con las hordas políticamente correctas que cabalgan entusiastas a lomos de nuestra sumisión intelectual.

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© Juan Abreu, 2006-2019