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3 de septiembre de 2017

De Noruega me gustó la luz que es una luz pasada por una gasa, y los horizontes de agua inquebrantable y algunas mujeres no había muchas, tres o cuatro de cada cien calculé yo, pero que cuando aparecían entre el común gentío yo pensaba (es la mejor manera de explicarles la impresión que me causaba la belleza de esas mujeres) yo pensaba podría estar comiéndole el coño a una mujer así un mes entero ininterrumpidamente. Ininterrumpidamente. Con pocas mujeres uno piensa eso. Después me gustaron mucho los munchs y el vuelo de las águilas en los bordes del mar acristalado y una cerveza la del oso en la granja por el camino que bordea la costa pasando Nordmela, y otros mínimos y solitarios humanos asentamientos. Íbamos a un lado los profusos bosques y al otro las pesadas aguas y de pronto donde menos podría esperarse encontrábamos coches sobre la hierba al borde de la carretera, pero nunca se veía a nadie, y eso producía cierto estupor. Qué hará la gente aquí en invierno me preguntaba una y otra vez. Esto es lo que me gustó de Noruega y las miríadas de pequeñas gambas y un vino alemán y el edificio de la ópera y la luz del capitalismo que es muy limpia en Noruega y alguna cosa más pero tal vez lo que más me gustó es que casi todo el tiempo que estuve allí podía percibir con mayor nitidez de lo habitual la infranqueable barrera que separa mi mundo de palabras del verdadero mundo, y eso en vez de acrecentar mi sensación de derrota extrañamente me procuraba un no sé qué triunfal.

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© Juan Abreu, 2006-2019