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2 de julio de 2017
Buscando otro libro encuentro mi viejo y querido ejemplar de El oficio de escritor. Leo otra vez la entrevista con William Faulkner. Esa entrevista nunca ha sido una entrevista, desde la primera vez que la leí en los años setenta. Siempre fue la palabra sagrada. El lugar al que uno acude cuando flojea, cuando se siente domesticado. Esa entrevista siempre fue el templo. Y a lo largo de toda mi vida de escritor he vuelto a ella cuando flaqueaba. Volvía a ella. Y la voz del maestro me sacaba a flote y me salvaba y me hacía seguir adelante.
Nada puede perjudicar la obra de un hombre si este es un escritor de primera. Si no es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina.
Que yo sepa, nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una Fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte.
La finalidad de todo artista es detener el movimiento, que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de que es vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir “Yo estuve aquí” en el muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.
