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6 de junio de 2017
Ha muerto la tieta María. Vamos al funeral por entre el pedregal hasta Sant Vicenç de Castellet. Era la tieta María una mujer alta y elegante y de una singular dulzura, aún evidente para alguien como yo, que la conoció poco, en las reuniones familiares, en las navideñas comidas multitudinarias. Una dulzura singular, decía, y esa dulzura acompañada de una tenue distinción aristocrática (y tenue es la mejor manera en que se manifiesta la distinción aristocrática). Una mujer formidable la tieta María. Le tocó una vida en el frente en las trincheras por usar un manido símil bélico y allí en el fragor exhibió esa paciencia que a mi juicio es la mayor de las virtudes, y un coraje amoroso y entregado. El cura va diciendo sus cosas. Hay unos apóstoles muy feos pintados detrás del altar. El olor de las flores es turbio y acompasado. Una mujer canta y su voz parece un pájaro.
Y tengo la certeza cuando termina la ceremonia y salimos otra vez al sol de que a partir de hoy habrá menos bondad y menos delicadeza en el mundo.
