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Y algo tengo que decir, con el mayor gusto, de la traducción del libro de Simon Leys. Sin buenos traductores qué sería de nosotros. Hay muchas malas traducciones, y a veces yo mismo no compro libros que me interesan porque algún amigo me advierte a tiempo de lo espeluznante que es su traducción. No se reconoce ni se agradece lo suficiente el trabajo de los traductores. Por eso, quiero decir aquí que José Manuel Álvarez-Flórez y José Ramón Monreal logran en el libro de Leys esa deseada invisibilidad que es el triunfo verdadero del buen traductor.

Yo soy un lector extraordinario con un oído muy afinado y lo único que percibo leyendo el trabajo de Álvarez-Flores y Monreal es, fuerte y nítida, la voz de Leys, su chispeante cadencia y fino razonar, y esa es la mejor prueba de que estoy leyendo una traducción formidable.

Ya lo dice el propio Leys en el ensayo que dedica a los rigores de la traducción. “La paradoja a la que el traductor se enfrenta cuando prosigue obstinadamente con su angustiosa tarea reside en el hecho de que no está entregado a erigir un monumento que conmemore su talento, sino que está por el contrario esforzándose por borrar todo rastro de su existencia. Al traductor sólo se le detecta cuando ha fallado, su éxito estriba en asegurar que se le ha olvidado. La búsqueda de la expresión natural y apropiada es la búsqueda de lo que no parece ya una traducción. Lo que se necesita es dar al lector la ilusión de que tiene acceso directo al original. El traductor ideal es un hombre invisible”.

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