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Cuenta Bryan Robertson, que llevó la obra de Rothko a la Whitechapel Gallery de Londres, que un atardecer de invierno, cuando la luz del día prácticamente había desaparecido, el pintor le pidió a Robertson que apagara todas las luces de la galería. “Y de repente, el color de Rothko impuso su propia luz: el efecto, una vez que la retina se hubo adaptado, fue inolvidable, un ardor, resplandor y brillo suave emanaba de las paredes”.
En el tortuoso camino que nos aleja del mono esa luz de Rothko en la pared es un gran momento de nuestro alejarnos del mono.
