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Me levanto a orinar con el pito tieso como suele y la piscina del vecino vacía dónde estarás en qué lejanos mares cariño mío. Los hombres matamos trescientas sesenta mil ballenas azules durante el siglo XX. Lo leí en un libro muy interesante sobre la llamada industria ballenera, un tema que encuentro fascinante no sé por qué. Las ballenas embarazadas eran las más difíciles de matar; una ballena embarazada encajó nueve arpones y tardó cinco horas en morir. Dice el libro. También dice que un científico encontró cierta vez un feto de cachalote de trece centímetros. Cuando diseccionó el feto “tenía las características rudimentarias de los animales que se convertían en ballenas: un hocico parecido al de un cerdo con los orificios delante (luego migraban a la parte superior de la cabeza), orejas y genitales que sobresalían, aletas parecidas a manos y bigotes residuales. Era como si aquel proyecto de ballena pudiera todavía convertirse en cualquier otro tipo de criatura”. Por suerte, ya el chimpancé se ha civilizado un poco y no corres tanto peligro lejos de casa en los mares. Eso es lo que pienso ya de regreso a la cama y más tranquilo me voy durmiendo y me toco el pito y aún lo tengo tieso.
