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Pinto a Efraín Rodríguez y mientras lo pinto trato de imaginar la atroz violencia a la que fue sometido. Pero no es posible. Me dice su hijo, que vive en Madrid, que lo fusilaron el primero de marzo de 1959. Todo lo relacionado con la llamada Revolución es naturalmente siniestro y sangriento y siempre abyecto y miserable. Un hombre como yo está obligado a denunciar sin descanso a esa llamada Revolución no es una cuestión política es una cuestión de decencia. Ya es casi de noche cuando me pongo a pintar a Efraín, un joven apuesto de ojos grandes y almendrados como se dice, y a esa hora la luz en el jardín se espesa hasta gotear y tengo la impresión cuando trabajo a esa hora de que lo perdido sobre todo mi madre realmente no se ha perdido y está vivo y existe en alguna parte fuera de mi cerebro se entiende. Pero es una falsa impresión.
