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“Hace tiempo, cuando se produjo un trivial incidente cuyo pleno significado no se me reveló hasta que hubo pasado, no dije esta boca es mía, pero su recuerdo aún me abraza. Fue en ocasión de un simposio de historiadores organizado por una respetable universidad. Un viejo profesor extranjero, invitado especial, acababa de hablar de la pintura de paisaje de los Song cuando un joven universitario local se adueñó de la tribuna y se lanzó a una larga y apasionada denuncia de la ponencia de su erudito predecesor en el uso de la palabra. No se puede decir que su diatriba fuese muy original, pues rebosaba de todos los lugares comunes de la corriente maoísta, entonces en boga. Apoyado por una entusiasta claque de admiradores autóctonos, el tribuno revolucionario nos explicó que había que estar ciego por culpa de todos los prejuicios del elitismo burgués para admirar la pintura china antigua, obra de explotadores y de parásitos, mientras que el verdadero arte de China – que los mandarines académicos se obstinaban en ignorar – era producido por las masas populares de campesinos, obreros y soldados. En pocas palabras, el latiguillo habitual de la época (…) La violencia de este ataque sorprendió al viejo profesor, hombre frágil y refinado, pero permaneció en silencio. No quedaba, por lo demás, tiempo ya para el debate, y el presidente levantó precipitadamente la sesión.

Entre la concurrencia, formada en su mayor parte por gente educada y cortés, se había dejado sentir una incomodidad muy real; pero, en general, cuando a unas personas decentes se les enfrenta a la indecencia masiva, procuran aparentar por todos los medios que no pasa nada.”

Véase España.

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