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21 de julio de 2018

Nunca me gustó Susan Sontag, no lo que escribía, ella. Nos cruzamos un par de veces por lo de la revista Mariel y por Reinaldo y por Néstor Almendros. Había algo en esa mujer que me repelía. Siempre pensé que eran mis prejuicios contra esa intelligentsia americana y europea siempre con aires de superioridad colonial y moral. Pero. Ahora, en el último y formidable libro de Steven Pinker, ¡truculencias del azar!, encuentro exactamente la razón de mi malestar fundamental hacia Sontag.

“Los cubanos saben mucho de espontaneidad, alegría, sensualidad y descontrol. No son criaturas lineales y marchitas de la cultura impresa. En resumidas cuentas, su problema es prácticamente el anverso del nuestro y hemos de simpatizar con sus esfuerzos para solucionarlo. Desconfiados como somos del puritanismo tradicional de las revoluciones de izquierda, los radicales estadounidenses deberíamos ser capaces de mantener una cierta perspectiva cuando un país conocido principalmente por la música para bailar, las prostitutas, los puros, los abortos, la vida en los complejos turísticos y las películas pornográficas se pone un poco nervioso por la moral sexual y, en un mal momento dos años atrás, reúne a varios millares de homosexuales en la Habana y los envía a una granja para rehabilitarlos”.

Ah, ese racismo intelectualizado.

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