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Miércoles, 21 de febrero de 2018

Termino de leer el Kafka de Stach. Siento una gran tristeza. Supongo que Kafka sabía quién era, pero también es posible que pensara ya al final que toda su vida había sido un fracaso. Como escritor y como persona. Toda la vida consumido por un ansia de perfección que le impedía concluir tanto una novela como un proyecto matrimonial. ¿Hay una cuota de sufrimiento que ha de pagar la grandeza? Ya sé que no. Pero. Kafka.

Y mientras el escritor agoniza en paisajes helados y en medio de la ignorancia de la medicina de aquellos tiempos, florece el antisemitismo y ya las semillas de la barbarie son atesoradas no sólo en Berlín o Múnich (ciudad siniestra, he estado en esa ciudad siniestra y absolutamente nazi hoy en día), en Praga, en Budapest, en toda Europa y en Rusia naturalmente, y las tribus europeas podría decirse preparan con dedicación y gran entusiasmo el cercano escenario del horror comunista y del horror fascista y nazi mientras Kafka que ha descrito ese horror de la manera más perfecta, muere.

Muere, por cierto, no de tuberculosis estrictamente sino de una sobredosis de Pantopon, un opiáceo que le inyecta su discípulo y amigo Klopstock, a petición de Kafka. Qué buen amigo.

Kafka fue enterrado en las afueras de Praga, en un cementerio judío, a pocos kilómetros de la ciudad vieja. “El entierro tuvo lugar el 11 de junio, con un tiempo bochornoso, hacia las cuatro de la tarde. A la caravana fúnebre se unieron más de cien personas; no participó ningún representante de las instituciones políticas o culturales de Praga”.

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