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Lunes, 5 de febrero de 2018

Noventa y tres intelectuales alemanes escriben un manifiesto que justifica la invasión alemana a Bélgica. Musil se siente entusiasmado por lo “hermosa y fraterna que es la guerra”. Ernst Lissauer escribe la Canción de odio a Inglaterra, que se aprende de memoria en todos los colegios. Thomas Mann habla de “una gran guerra popular, radicalmente decente, incluso solemne”. Hay muchas de estas intelectualidades en el escenario intelectual, podría decirse, de la matanza. Llama mi atención el escritor Stefan Sweig. Tan admirado como pacifista y tan admirado por mi por su autobiografía sobre todo. Pero. En su autobiografía Sweig oculta y niega y nunca rinde cuentas de su entusiasmo patriótico por la matanza. Escribe Sweig en su diario, respecto al éxito de las tropas alemanas en una batalla: “Uno se siente orgullosos de hablar alemán”. “Vivir este día ha sido en verdad hermoso, me alegro ya pensando en mañana. Se habla de cien mil prisioneros”. Y a propósito de los miles de civiles que cerca del frente son ejecutados bajo mera sospecha de espionaje: “Hay que cauterizar con el hierro al rojo lo que la suciedad ha hecho supurar”.

¿Y Kafka? Kafka, salvo algún moderado entusiasmo por el espectáculo de las masas enardecidas, se mantiene ajeno a los patriotas. Ha sido declarado no apto y libre de la obligación de acudir a la matanza y puede concentrar todas sus energías en su obra. En torno al 10 de agosto de 1914, escribe en uno de sus cuadernos: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana.”

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