2818

Leo que ha muerto en la capital pavorosa Antonio Alejo, maestro. Alejo insuflaba en la atmósfera sucia de la ciudad una luz que era la luz del arte. Entre la mediocridad del profesorado de San Alejandro, brillaba Alejo. En lo que al joven Juan Abreu concierne, Alejo no era un profesor de Historia del Arte, sino una puerta que llevaba al mundo exterior. Sus clases tenían algo de sanación, de limpieza. Yo quería a Alejo, y a veces nos veíamos fuera de la escuela y hablábamos de arte, naturalmente. Cuando llegaron los días de Mariel, fui a despedirme de Alejo y, para que no me olvidara, le regalé uno de mis cuadros. No hablamos de mi partida, eso podía comprometerlo, pero ambos sabíamos.

Muchos años después, ya en Barcelona, alguien me dijo que Alejo había preguntado por mí, y lo llamé a La Habana. En la distancia su voz era la misma. Pero. Insistía mi maestro en la razón de la llamada, y no parecía alegre sino muy preocupado. Sentí una enorme tristeza, y apenas hablé mientras Alejo me aseguraba que él no había preguntado por mí, y añadía sin venir a cuento que viajaba sin problemas y que gozaba de total libertad en la isla.

No debí llamar. Ahora cuando recuerdo a Alejo lo que recuerdo es a un hombre aterrado.

Comentarios

© Juan Abreu, 2006-2019